La Segunda Guerra Mundial y Japón componen el marco de este melancólico cuento de Elsa Borneman que habla nada más y nada menos que del amor primero en los tiempos del colegio.
Toshiro y Naomi se aman aún sin saberlo realmente, descubren las primeras miradas y se cuidan en ese entorno de horror.
Las grullas de origami son unos pájaros de papel que en las creencias japonesas ayudan a alcanzar deseos...
¿Por qué se necesitarían mil grullas en este cuento?
¿Quién las hará?
Leámoslo para saber el final de este juvenil amor.
Mil
grullas- Elsa Bornemann
Naomi Watanabe y Toshiro Ueda
creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en
el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo
entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no
entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos
recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían
desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados
y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en
la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada
anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte
por todas partes.
Sin embargo, creían que el
mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban
descubriendo uno al otro! Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la
escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que
ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos. Apenas si
habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las
palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a
ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a
ella la ración de batatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre —le mentía
Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para
pasar el mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a corretear con sus compañeros
hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de
devorar la ración.
Naomi... Poblaba el corazón
de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía
tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro
quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de
aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio
y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con
que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a
los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que
tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no
quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni
siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había
que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro
arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó
contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: ¡Por
fin llegó agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de
ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima.
Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían
apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No
obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación
de otras épocas, -Para cuando termine la guerra... —decía el abuelo—. Todo
acaba algún día... —comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la
paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían
aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a
él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se
despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola.
Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella
atravesándolo.
Tatami: estera que se coloca
sobre pisos, en las casas japonesas tradicionales
Abandonó el tatami, se
deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la
habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le
devolvió un suspiro.
Haiku: breve poema de
diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa.
El dos y el tres de agosto
escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:
Lento se apaga
El verano
Enciendo
Lámpara y sonrisas.
Pronto
Florecerán los crisantemos.
Espera,Corazón.
Después, achicó en rollitos
ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus
pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de
agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para
remendar!
Sin embargo, esa tarea no le
disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego
entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando
cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía
sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía,
laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que
finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su
papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los dos deseos se
cumplieron.
Pero el mundo tenía sus
propios planes...
Ocho de la mañana del seis de
agosto en el cielo de Hiroshima.
Obi: faja que acompaña al
kimono.
Kimono: vestimenta
tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies y que se cruza
por delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi.
Naomi se ajusta el obi de su
kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
"Ahora", Toshiro
Pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión
enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos
que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo
de Hiroshima.
Un repentino resplandor
ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a
su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes
por última vez.
Verso de una popular canción
infantil japonesa.
Una docena de chicos
canturrea: "Donguri-Koro Koro- Donguri Ko..." por última vez.
Cientos de mujeres repiten
sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en
mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos
mandados.
Silenciosa explota la bomba.
Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses,
medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos
desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de
Hiroshima.
Ya ninguno de los
sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir
nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un
hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis
de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró
Toshiro averiguar donde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados
en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros
cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror
estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó
Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya
en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que
le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama
situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas
una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas
cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro...
—susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama—. Nunca
llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Semba-Tsuru (Mil grullas):
Una creencia popular japonesa, asegura que haciendo mil de esas aves –según
enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se
logra alcanzar la larga vida y felicidad.
Mil grullas... o
"Semba-Tsuru", como se dice en japonés.
Con el corazón encogido,
Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte.
Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su
chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi —le
dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del
hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni
los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados)
entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos
los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de
papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse
esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se
durmieron, sorprendidos.
En la habitación que
compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que
tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se
incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la
lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a
su lecho.
La tijera la llevaba oculta
entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la
oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta
cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que
ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el
muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó
en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que
imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una
encima de la otra.
Furoshiki: tela cuadrangular
que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas después de
colocar el contenido
Con los dedos paspados y el
corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y
partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única
vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder.
Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban
del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibidas las visitas a
esta hora —le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en
uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo
quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor...
Ningún gesto denunció la
emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel.
Con la misma aparentemente
impasililidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un
lado y le permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el
mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó.
Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos
entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su
improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la
cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
Tosi-can: diminutivo de
Toshiro
-Son hermosas, Tosí-can...
Gracias...
-Hay un millar. Son tuyas,
Naomi. Tuyas —y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del
mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse
impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por
unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían
sonriendo.
La niña murió al día
siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo
podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?
ü Febrero de 1976.
Toshiro Ueda cumplió cuarenta
y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de
sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo
como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el
aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que
habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas
grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas
por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en
las que se descubren las cifras de las máquinas de calcular.
Grullas surgidas de
servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas. Y los
empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella
superstición japonesa.
-Algún día completará las
mil... —cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su
escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera,
la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su
niñez. Con su perdido amor primero.
Las grullas que hicieron nuestros alumnos después de leer este hermoso cuento,
volaron recordando a Naomi en nuestro salón :)
2 comentarios:
Es un cuento conmovedor.
me encanta el cuento la primera vez que lo lei:me parecio tan tierno..
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