POR QUÉ SOY ESCITOR
Por Federico Andahazi
Puedo fechar con precisión el momento en que decidí ser
escritor. Fue el 24 de marzo del ’76, durante la madrugada posterior al golpe
militar. Yo tenía trece años. Recuerdo aquella noche como un largo y aciago
funeral. La familia se había reunido en casa de mis abuelos. Cenamos en
silencio. Pasada la medianoche, mi abuelo se levantó de la mesa y, sin decir
palabra, fue hasta la biblioteca. Todos vimos cómo empezaba a bajar los libros
de los anaqueles agrupándolos en atados hechos con hilo sisal. Nadie se atrevía
a preguntarle nada. Fue una tarea ardua; trabajaba con un gesto concentrado y
no permitía que nadie le ayudara. Aquella biblioteca era su vida.
Mi abuelo, Samuel Merlín, el padre de mi madre, había
llegado a la Argentina en 1912 desde la devastada Rusia. Tenía cinco años.
Trabajó desde el mismo día en que llegó al país vendiendo diarios en la calle.
Así, voceando los titulares, aprendió a hablar el castellano. Años más tarde,
de vender diarios pasó a vender libros y ya, en la adultez, a editarlos. Su
desdén por el mercado hizo que fundiera tantas editoriales como las que
fundara. Su última editorial llevaba su nombre: Merlín. Sin posibilidades de
recuperarse de la ruina económica, trabajó para diversos sellos; el último fue
EUDEBA.
El hecho es que, en su vejez, tenía una sola posesión: la
colosal biblioteca que, como he dicho, era la historia de su vida. Mi abuelo no
ignoraba que la enorme cantidad de bibliografía política la convertía en un
peligro para su familia. De modo que aquella madrugada, cuando hizo el último
atado, antes de que despuntara el alba, llevó todos los libros a un terreno
baldío frente a su casa, al otro lado de la calle ayacucho, y fue quemándolos
uno a uno. Pude presenciar aquella escena desde el balcón. Era un hombre duro,
un inmigrante curtido en el rigor de la guerra y el exilio. Iluminado por el
fuego, fue la única vez que lo vi quebrado. Era como verlo inmolarse. De hecho,
sobrevivió pocos años a la quema de su propia biblioteca.
Desde entonces, cada vez que pongo punto final a un libro de
mi modesta autoría, no puedo evitar la ilusoria convicción de estar
restituyendo un volumen a la biblioteca perdida de mi abuelo.
4 comentarios:
Que triste pasaje, debe ser muy doloroso tener que destruir aquello que con tanto esfuerzo conseguiste durante muchos años, pero sabiendo que es por algo mucho mas valioso, no creo que tuviera remordimientos. Saludos.
Me ha gustado mucho esta entrada, pero que tristeza saber lo que hizo su padre.
Ahora me leo la entrevista y miraré lo que escribe.
Un saludo
Teresa
Teresa! hace mucho que no estábamos en contacto, hemos visto que te mudaste, ya vamos a acomodar tu link, gracias por leernos siempre :)
Gabi y Sabina no os quiero perder, ando con casa nueva y parece que estoy algo perdida, pero ya voy recuperando a la gente interesante.
Qué buen blog tenéis
Un abrazo
Teresa
Publicar un comentario