¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo!, reflexiona la poetisa Adelina Flores en “Sombras sobre vidrio esmerilado” y es pensar en el “ahora” lo que la lleva a esa expresión: “ahora” que transcurre en su sillón de Viena, mientras ve la sombra de Leopoldo, su cuñado, proyectada sobre el vidrio esmerilado de la puerta del baño, “ahora” de Susana, su hermana, yendo al médico, “ahora” de su habitación con libros polvorientos en la que no puede estar y por eso llevó su sillón de Viena a la antecámara: es difícil soportar encerrada entre libros polvorientos los atardeceres de este terrible enero, piensa, “ahora” que transcurre a su costado, en los sillones desocupados que no ve, sólo puede recordar puesto que está viendo la sombra de Leopoldo,“ahora” en todos lados, simultáneamente. Por eso digo que el presente es en gran parte recuerdo y que el tiempo es complejo aunque a la luz del recuerdo parezca de lo más sencillo, piensa. Sombra y Ausencia...
SOMBRAS SOBRE VIDRIO ESMERILADO
¡Qué
complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo! Ahora estoy sentada en el
sillón de Viena, en el living, y puedo ver la sombra de Leopoldo que se
desviste en el cuarto de baño. Parece muy sencillo al pensar "ahora",
pero al descubrir la extensión en el espacio de ese "ahora", me doy
cuenta enseguida de la pobreza del recuerdo. El recuerdo es una parte muy
chiquitita de cada "ahora", y el resto del "ahora" no hace
más que aparecer, y eso muy pocas veces, y de un modo muy fugaz, como recuerdo.
Tomemos el caso de mi seno derecho. En el ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos
otros senos crecían lentamente en otros pechos menos gastados por el tiempo que
el mío? Y en este ahora en el que veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose
sobre los vidrios de la puerta del cuarto de baño y llevo la mano hacia el
corpino vacío, relleno con un falso seno de algodón puesto sobre la blanca
cicatriz, ¿cuántas manos van hacia cuántos senos verdaderos, con temblor y
delicia? Por eso digo que el presente es en gran parte recuerdo y que el tiempo
es complejo aunque a la luz del recuerdo parezca de lo más sencillo.
Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y seis años y he publicado tres libros: "El camino perdido", "Luz a lo lejos" y "La dura oscuridad". Ahora veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose agrandada sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da propiamente al living, sino a una especie de antecámara, y solamente por casualidad, porque está más cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para tomar aire, he traído el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome lentamente en él. El sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar mi cuarto, y no únicamente por el calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros polvorientos los atardeceres de este terrible enero. Susana ha salido. No sale nunca, pero hoy dijo que su pierna derecha le dolía y pidió turno para el médico. Así que está afuera desde las seis. Hamacándome lentamente veo como Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y después se da vuelta para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a desabrocharse el pantalón. Advierto que tengo la mano sobre el puñado de algodón que le da forma al corpino en la parte derecha de mi cuerpo, y bajo la mano. He visto crecer y cambiar ciudades y países como a seres humanos, pero nunca he podido soportar ese cambio en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque aunque he permanecido intacta, he visto con el tiempo alterarse esa aparente inmutabilidad. Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una lo que le permite a una seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en una intacto, puede cambiarla para mal. La sombra de Leopoldo se proyecta sobre el vidrio esmerilado, de un modo extraño, moviéndose, ahora que Leopoldo se inclina para sacarse el pantalón, encorvándose para desenfundar una pierna primero, irguiéndose al conseguirlo, y volviéndose a encorvar para sacar la otra, irguiéndose otra vez en seguida.
("Sombras" "Sombras sobre" "Cuando una sombra sobre un vidrio veo" No.) Ese chico, ¿cómo se llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que piensa de mí, en la mesa redonda sobre la influencia de la literatura en la educación de la adolescencia. Yo no quería estar en ese escenario de la universidad. Pero vino el editor y me dijo: "¿No te parece que si te presentaras más seguido en público para exponer tus puntos de vista "La dura oscuridad" podría salir un poco más, Adelina?” Así que me vi sentada en el escenario frente a la sala llena. Había cientos de caras que me miraban esperando que yo diera mi opinión, en ese salón frío y lleno de ecos. Tomatis estaba sentado en el otro extremo de la mesa. Hice una corta exposición, aunque la presencia de toda esa gente expectante me inhibía mucho. (Leopoldo acomoda cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo desde las botamangas, con el brazo alzado para conservar la raya. Después lo dobla y comienza a pasarlo por el travesaño de una percha; lo veo.) Cuando terminé de hablar, Tomatis se echó a reír. "La señorita Flores -dijo, riéndose y poniéndose como pensativo— ha dicho hermosas palabras sobre la condición de los seres humanos. Lástima que no sean verdaderas. Digo yo, la señorita Flores, ¿ha estado saliendo últimamente de su casa? “Los cientos de personas que estaban sentadas contemplándonos se echaron a reír. Yo no dije una palabra más; y cuando terminó la mesa redonda y fuimos a la comida que nos ofreció la universidad, Tomatis se sentó al lado mío. Se lo pasó todo el tiempo charlando y riendo, fumando y tomando vino. Y en un aparte se volvió hacia mí y me dijo: "¿Usted no cree en la importancia de la fornicación, Adelina? Yo sí creo. Eso les pasa a ustedes, los de la vieja generación: han fornicado demasiado poco, o en su defecto nada en absoluto. ¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno de menos. No, no estoy borracho. O sí, capaz que un poco sí. ¿Es cierto? ¿No piensa que usted misma lo ha matado? Yo pienso que sí. ¿Sabe? Usted me cae muy simpática, Adelina. Tiene un par de sonetos por ahí que valen la pena. Perdóneme la franqueza, pero yo soy así. Usted debería fornicar más, Adelina, sabe, romper la camisa de fuerza del soneto -porque las formas heredadas son una especie de virginidad— y empezar con otra cosa. Me juego la cabeza de que usted es capaz de salir adelante. Usted que la tiene cerca, páseme esa botella de vino. Gracias". Recuerdo perfectamente el lugar: un restaurante del centro con manteles cuadriculados, rojos y blancos, los platos sucios, los restos de pescado, y las botellas de vino tinto a medio vaciar. Ahora Leopoldo se ha sacado el calzoncillo y lo observa. Ha quedado completamente desnudo. Se inclina para dejarlo caer en el canasto de la ropa sucia que está en el costado del baño, junto a la bañadera. Puedo ver su sombra agrandada, pero no desmesuradamente, sobre los vidrios esmerilados de la puerta del baño que da a la antecámara.
Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y seis años y he publicado tres libros: "El camino perdido", "Luz a lo lejos" y "La dura oscuridad". Ahora veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose agrandada sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da propiamente al living, sino a una especie de antecámara, y solamente por casualidad, porque está más cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para tomar aire, he traído el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome lentamente en él. El sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar mi cuarto, y no únicamente por el calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros polvorientos los atardeceres de este terrible enero. Susana ha salido. No sale nunca, pero hoy dijo que su pierna derecha le dolía y pidió turno para el médico. Así que está afuera desde las seis. Hamacándome lentamente veo como Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y después se da vuelta para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a desabrocharse el pantalón. Advierto que tengo la mano sobre el puñado de algodón que le da forma al corpino en la parte derecha de mi cuerpo, y bajo la mano. He visto crecer y cambiar ciudades y países como a seres humanos, pero nunca he podido soportar ese cambio en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque aunque he permanecido intacta, he visto con el tiempo alterarse esa aparente inmutabilidad. Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una lo que le permite a una seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en una intacto, puede cambiarla para mal. La sombra de Leopoldo se proyecta sobre el vidrio esmerilado, de un modo extraño, moviéndose, ahora que Leopoldo se inclina para sacarse el pantalón, encorvándose para desenfundar una pierna primero, irguiéndose al conseguirlo, y volviéndose a encorvar para sacar la otra, irguiéndose otra vez en seguida.
("Sombras" "Sombras sobre" "Cuando una sombra sobre un vidrio veo" No.) Ese chico, ¿cómo se llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que piensa de mí, en la mesa redonda sobre la influencia de la literatura en la educación de la adolescencia. Yo no quería estar en ese escenario de la universidad. Pero vino el editor y me dijo: "¿No te parece que si te presentaras más seguido en público para exponer tus puntos de vista "La dura oscuridad" podría salir un poco más, Adelina?” Así que me vi sentada en el escenario frente a la sala llena. Había cientos de caras que me miraban esperando que yo diera mi opinión, en ese salón frío y lleno de ecos. Tomatis estaba sentado en el otro extremo de la mesa. Hice una corta exposición, aunque la presencia de toda esa gente expectante me inhibía mucho. (Leopoldo acomoda cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo desde las botamangas, con el brazo alzado para conservar la raya. Después lo dobla y comienza a pasarlo por el travesaño de una percha; lo veo.) Cuando terminé de hablar, Tomatis se echó a reír. "La señorita Flores -dijo, riéndose y poniéndose como pensativo— ha dicho hermosas palabras sobre la condición de los seres humanos. Lástima que no sean verdaderas. Digo yo, la señorita Flores, ¿ha estado saliendo últimamente de su casa? “Los cientos de personas que estaban sentadas contemplándonos se echaron a reír. Yo no dije una palabra más; y cuando terminó la mesa redonda y fuimos a la comida que nos ofreció la universidad, Tomatis se sentó al lado mío. Se lo pasó todo el tiempo charlando y riendo, fumando y tomando vino. Y en un aparte se volvió hacia mí y me dijo: "¿Usted no cree en la importancia de la fornicación, Adelina? Yo sí creo. Eso les pasa a ustedes, los de la vieja generación: han fornicado demasiado poco, o en su defecto nada en absoluto. ¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno de menos. No, no estoy borracho. O sí, capaz que un poco sí. ¿Es cierto? ¿No piensa que usted misma lo ha matado? Yo pienso que sí. ¿Sabe? Usted me cae muy simpática, Adelina. Tiene un par de sonetos por ahí que valen la pena. Perdóneme la franqueza, pero yo soy así. Usted debería fornicar más, Adelina, sabe, romper la camisa de fuerza del soneto -porque las formas heredadas son una especie de virginidad— y empezar con otra cosa. Me juego la cabeza de que usted es capaz de salir adelante. Usted que la tiene cerca, páseme esa botella de vino. Gracias". Recuerdo perfectamente el lugar: un restaurante del centro con manteles cuadriculados, rojos y blancos, los platos sucios, los restos de pescado, y las botellas de vino tinto a medio vaciar. Ahora Leopoldo se ha sacado el calzoncillo y lo observa. Ha quedado completamente desnudo. Se inclina para dejarlo caer en el canasto de la ropa sucia que está en el costado del baño, junto a la bañadera. Puedo ver su sombra agrandada, pero no desmesuradamente, sobre los vidrios esmerilados de la puerta del baño que da a la antecámara.
En este
momento, únicamente esa sombra es "ahora", y el resto del
"ahora" no es más que recuerdo. Y a veces, tan diferente del
"ahora", ese recuerdo, que es cosa de ponerse a llorar. Es terrible
pensar que lo único visible y real no es más que sombras. Si pienso que en este
mismo momento los bañistas se pasean en traje de baño bajo los árboles
tranquilos del parque del Sur, sé que eso no es ahora, sino recuerdo. Porque es
posible que en este momento no haya ni un solo bañista en el parque del Sur, o,
si hay alguno, no esté paseándose precisamente bajo los árboles que yo creo
recordar; hasta es probable que estén todos echados en la arena de la playa, o
en el agua, mientras el sol del crepúsculo vuelve roja la laguna y dos chicos
se tiran uno al otro una pelota de goma que retumba en medio del silencio
cuando choca contra la tierra. Pero me gusta imaginar que en este momento, en
los barrios, las chicas se pasean en grupos de tres o cuatro tomadas del brazo,
recién bañadas y perfumadas, y que grupos de muchachos las contemplan desde la
esquina. Puedo ver las calles del centro abarrotadas de coches y colectivos y a
Susana bajando lentamente, con cuidado por su pierna dolorida, las escaleras de
la casa del médico. Es como si estuviera aquí y al mismo tiempo en cada parte.
¡Es tan complejo y sin embargo, tan sencillo! Ahora vuelvo ligeramente la
cabeza y veo la mampara que da al patio. Entreveo los vidrios encortinados y el
último resplandor de la tarde que penetra en el living a través de las grandes
cortinas verdes. También veo los sillones vacíos, abandonados — ¡y cuántas
veces nos hemos sentado en ellos Susana, Leopoldo, o yo o las visitas! —
forrados en provenzal floreado. Las flores son verdes y azules, sobre fondo
blanco. Hay una lámpara de pie, al lado de uno de los sillones, apagada. Pero
yo me he traído el viejo sillón de Viena de mamá desde mi habitación y me he sentado
en él —estoy hamacándome lentamente— para que el aire de la calle atraviese el
living y se impregne como agua fría o como un olor sobre mi cuerpo. Ahora que
no veo la puerta de vidrios esmerilados del baño, ¿qué estará proyectándose
sobre ella? Seguramente el cuerpo desnudo de Leopoldo — ¡el cuerpo desnudo de
Leopoldo! —, pero ¿en qué posición? ¿Tendrá los brazos alzados, se rascará el
pecho con las dos manos, se tocará el cabello, o se habrá echado ligeramente
hacia atrás para mirarse en el espejo? Es terrible, pero ese ahora, tan
cercano, no es más que recuerdo; y si vuelvo la cabeza otra vez hacia la puerta
que da a la antecámara el "ahora" de los sillones de funda floreada,
vacíos y abandonados, y las cortinas a través de las cuales penetra la luz crepuscular,
no será más que recuerdo. Vuelvo la cabeza; ahora. La sombra de Leopoldo ha
desaparecido. Ha de estar sentado, haciendo sus necesidades. ("Veo una
sombra sobre un vidrio" "Veo" "Veo una sombra sobre un
vidrio. Veo.")
En el
vidrio vacío no se ve más que el resplandor difuso de la luz eléctrica,
encendida en el interior del cuarto de baño. Es uno de esos días terribles de
enero, de luz cenicienta; no está nublado ni nada, pero la luz tiene un color
ceniza, como si el sol se hubiese apagado hace mucho tiempo y llegara al
planeta el reflejo de una luz muerta. Mi sencillo vestido gris y mi pelo gris
condensan esa luz húmeda y muerta, y están como nimbados por un resplandor
pútrido; y como acabo de bañarme no he hecho más qué condensar humedad sobre mi
vieja piel blanca llena de vetas como de cuarzo. Tengo los brazos apoyados
sobre la madera curva del sillón de Viena. Con el tiempo, si es que estoy viva,
tomaré el color de la esterilla del sillón, me iré volviendo amarillenta y
lustrosa, pulida por el tiempo. En eso fundo su sencillez. En que solamente
pule y simplifica y preserva lo inalterable, reduciendo todo a simplicidad. Me
dicen que destruye, pero yo no lo creo. Lo único que hace es simplificar. Lo
que es frágil y pura carne que se vuelve polvo desaparece, pero lo que tiene un
núcleo sólido de piedra o hueso, eso se vuelve suave y límpido con el tiempo y
permanece. Ahora Susana debe estar bajando lentamente las escaleras de mármol
blanco de la casa del médico, agarrándose del pasamanos para cuidar su pierna
dolorida; ahora acaba de llegar a la calle y se queda un momento parada en la
vereda sin saber qué dirección (porque sale muy poco y siempre se desorienta en
centro de la ciudad; está con su vestido azul, sus anteojos (siempre creen que
Adelina Flores es ella, por anteojos, y no yo) y sus zapatones negros de grueso
taco bajo, que tienen cordones como los zapatos masculinos, mira como
desconcertada en distintas direcciones, porque por un momento no sabe cuál
tomar, mientras a la luz del crepúsculo pasa gente apurada y vestida de verano
por la vereda, y un estruendo de colectivos y automóviles por la calle. Ahora
con un movimiento de cabeza y un gesto que no revela el menor sentido del
humor, sacándose los dedos de los labios, donde los había puesto mecánicamente
al adoptar una actitud pensativa, Susana recuerda en qué dirección se encuentra
la esquina donde debe tomar el colectivo y comienza a caminar con lentitud,
decrépita y reumática, hacia ella. Hay como una fiebre que se ha apoderado de
la ciudad, por encima de su cabeza -y ella no lo nota- en este terrible enero.
Pero es una fiebre sorda, recóndita, subterránea, estacionaria, penetrante,
como la luz de ceniza que envuelve desde el cielo la ciudad gris en un círculo
mórbido de claridad condensada. ("Veo una sombra sobre un vidrio.
Veo.") Veo a Susana atravesar lentamente el aire pesado y gris
dirigiéndose hacia la parada de ómnibus donde debe esperar el dieciséis para
volver en él a casa. Eso si es que ya ha salido de lo del médico porque es probable
que ni siquiera haya entrado todavía al consultorio y esté sentada leyendo una
revista en la sala de espera. El techo de la sala de espera es alto, yo he
estado ahí cientos de veces, muy alto, y el juego de sillones de madera con la
mesita central para las revistas y el cenicero es demasiado frágil y chico en
relación con ese techo altísimo y la extensión de la sala de espera, que
originariamente era en realidad el vestíbulo de la casa.
("algo
que amé" "Veo una sombra sobre un vidrio. Veo" "algo que
amé" "hecho sombra, proyectado" "hecho sombra y
proyectado" "Veo una sombra sobre un vidrio. Veo" "algo que
amé hecho sombra y proyectado") Puedo escuchar el crujido lento y uniforme
del sillón de Viena. Sé pasarme las horas hamacándome con lentitud, la cabeza
reclinada contra el respaldar, mirando fijamente un punto del vacío, sin verlo,
en el interior de mi habitación, rodeada de libros polvorientos, oyendo crujir
la vieja madera como si estuviera oyendo a mis propios huesos. Desde mi
habitación he venido escuchando durante treinta años los ruidos de la casa y de
la ciudad, como celajes de sonido acumulados en un horizonte blanco. Ahora
escucho el ruido súbito de la cadena del inodoro y el del agua en un torrente
rápido, lleno de tintineos como metálicos; después el chorro que
vuelve a llenar el tanque. La sombra de Leopoldo reaparece en los
vidrios esmerilados de la puerta; se pone de perfil; ha de estar mirándose en
el espejo. ¿Se afeitará? Veo cómo se pasa la mano por la cara. Ha mantenido la
línea, durante tantos años, pero se ha llenado de endeblez y fragilidad. Al
hamacarme, yendo para adelante y viniendo para atrás, la sombra da primero la
impresión de que avanzara, y después la de que retrocediera. Vino a casa por mí
la primera vez, pero después se casó con Susana. Todo es terriblemente
literario, ("en el reflejo oscuro"). Fue un alivio, después de todo.
Pero los primeros dos años, antes de que se casaran y Leopoldo empezara a
trabajar como agente de publicidad del diario de la ciudad, —el primer agente de
publicidad de la ciudad, creo, y en eso fue un verdadero precursor— los
primeros dos años nos divertimos como locos, sin descansar un solo día, yendo y
viniendo de día y de noche por la ciudad, en invierno y verano, hasta un día
cuya víspera pasamos entera en la playa, en que Leopoldo vino a la noche a casa
y le pidió al finado papá la mano de Susana después de la cena. Pero el día
antes había sido una verdadera fiesta. Fue un viernes, me acuerdo
perfectamente. Leopoldo pasó a buscarnos muy de mañana, cuando recién había
amanecido, estaba todo de blanco, igual que nosotras, que llevábamos unos
vestidos blancos y unos sombreros de playa blancos como estoy segura de que ni
hasta hoy se ha atrevido a llevar nadie en esta bendita ciudad. Yo llevaba
conmigo los versos de Alfonsina. [Va a afeitarse, sí. Ahora ha abierto el
botiquín y mira su interior buscando los elementos ("en el reflejo
oscuro" "sobre la transparencia" "del deseo") Alza los
brazos y comienza a sacar los elementos]. Ya era diciembre, pero hacía fresco
de mañana. Yo misma manejaba el Studebaker de papá, y Susana iba sentada al
lado mío. En el asiento de atrás iba Leopoldo al lado de la canasta de la
merienda, tapada con un mantel blanco. El aire ("sobre la transparencia
del deseo" "como sobre un cristal esmerilado") fresco, limpio,
resplandecía, penetrando por el hueco de las ventanillas bajas que vibraban con
la marcha del automóvil. Yo podía ver por el retrovisor la cara de Leopoldo
vuelta ligeramente hacia la ventanilla mirando pensativa el río. Nos fuimos a
una playa desierta, lejos de la ciudad, por el lado de Colastiné. Había tres
sauces inclinados hacia el río —la sombra parecía transparente— y arena
amarilla. Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y cuando
llegué a donde dice "Una punta de cielo/rozará/la casa humana", me
separé de ellos y me fui lejos, entre los árboles, para ponerme a llorar. Ellos
no se dieron cuenta de nada. Después extendimos el mantel blanco y comimos
charlando y riéndonos bajo los árboles. Habíamos preparado riñón —a Leopoldo le
gustan mucho las achuras— y yo no sé cuántas cosas más, y habíamos dejado toda
la mañana una botella de vino blanco en el agua, justo debajo de los tres
sauces, para que el agua la enfriara. Fue el mejor momento del día: estábamos
muy tostados por el sol y Leopoldo era alto, fuerte, y se reía por cualquier
cosa. Susana estaba extraordinariamente linda. Lo de reírnos y charlar nos
gustó a todos, pero lo mejor fue que en un determinado momento ninguno de los
tres habló más y todo quedó en silencio. Debemos haber estado así más de diez
minutos. Si presto atención, si escucho, si trato de escuchar sin ningún miedo
de que la claridad del recuerdo me haga daño, puedo oír con qué nitidez los
cubiertos chocaban contra la porcelana de los platos, el ruido de nuestra densa
respiración resonando en un aire tan quieto que parecía depositado en un
planeta muerto, el sonido lento y opaco del agua viniendo a morir a la playa
amarilla. En un momento dado me pareció que podía oír cómo crecía el pasto a
nuestro alrededor. Y en seguida, en medio del silencio, empezó lo de las
miradas. Estuvimos mirándonos unos a otros como cinco minutos, serios, francos,
tranquilos. No hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a mí, yo a Leopoldo,
Leopoldo a mí y a Susana, terriblemente serenos, y después no me importó nada
que a eso de las cinco, cuando volvía sin hacer ruido después de haber hecho
sola una expedición a la isla —y volvía sin hacer ruido para sorprenderlos y
hacerlos reír, porque creía que jugaban todavía a la escoba de quince-, los
viese abrazados desde la maleza y oyese la voz de Susana que hablaba entre
jadeos diciendo: "Sí. Sí. Sí. Sí. Pero ella puede venir. Puede venir. Ella
puede venir. Sí. Sí. Pero puede venir." Los vi, claramente: él estaba echado
sobre ella y tenía el traje de baño más abajo de las rodillas. La parte de su
cuerpo que yo no había visto nunca era blanca, lechosa, y a mí se me ocurrió
lisa y la idea de tocarla alguna vez me revolvió el estómago. En ese
momento se oyó un crujido en la maleza y Leopoldo se paró de un salto, dejando
ver enteramente a Susana que había dejado correr los breteles de su traje de
baño y había sacado los brazos por entre ellos de modo tal que el traje de baño
había bajado hasta el vientre. Yo conocía ya esas partes del cuerpo de Susana
que no estaban tostadas, las había visto muchas veces. Pero cuando Leopoldo
saltó, dificultosamente, con el traje de baño más abajo de la rodilla, se
volvió en la dirección en que yo estaba, por pudor, ya que el ruido se había
oído en dirección contraria al lugar donde yo estaba. Vi eso, enorme,
sacudiéndose pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo he visto otras
veces en caballos, pero no balanceándose en dirección a mí. Fue un segundo,
porque Leopoldo se subió en seguida el traje de baño y se sentó rápidamente
frente a Susana - y no pude ver en qué momento Susana se alzó el traje de baño,
se acomodó el pelo y recogió los naipes, pero ya lo estaba esperando cuando él
se sentó manoteando apresuradamente dos o tres cartas del suelo. Me quedé
inmóvil más de quince minutos, hasta que los vi tranquilos, y yo misma me sentí
así. Después nos bañamos desde el crepúsculo hasta que anocheció —me parece oír
todavía el chapoteo de nuestros cuerpos húmedos que relumbraban en la oscuridad
azul —y al otro día Leopoldo le pidió al pobre papá la mano de Susana.
En este
momento puedo ver cómo Leopoldo, imprimiendo un movimiento circular a su mano,
se llena la cara de espuma con la brocha. Lo hace rápidamente; ahora baja el
brazo y la sombra de su cara, sobre el vidrio esmerilado que refleja también la
luz confusa del interior del cuarto de baño, se ha transformado: la sombra de
la espuma que le cubre las mejillas parece la sombra de una barca, un matorral
de pelo oscuro. Alza el brazo otra vez y con la punta de la brocha se golpea el
mentón, varias veces y suavemente, como si se hubiese quedado pensativo; pero
eso no puede verse. Deja la brocha y después de un momento alza otra vez las
dos manos, en una de las cuales tiene la navaja, y comienza a rasurarse
lentamente, con cuidado. Lentamente, con cuidado, Susana ha de estar bajando ya
las escaleras blancas de la casa del médico, en dirección a la calle. Va a
pararse un momento en la vereda, para orientarse, porque no va casi nunca al centro.
La sombra de Leopoldo se proyecta ahora mostrando cómo se rasura, lentamente,
con cuidado, con la navaja; ahora cambia la navaja de mano y se pasa el dorso
de la mano libre por la mejilla, a contrapelo, para comprobar la eficacia de la
rasurada. Sé qué va a hacer cuando termine de afeitarse y de bañarse: va a
llevar la perezosa al patio, entre las macetas llenas de begonias, de helechos,
de amarantos y de culantrillos, y va a sentarse en la perezosa en medio del
patio; va a estar un rato ahí, fumando en la oscuridad; va a decir:
"¿Quedan espirales, Susana, querida? " y después va a ponerse a
tararear por lo bajo. Todos los anocheceres de setiembre a marzo hace
exactamente eso. Después de un momento va a servirse el primer vermut con
amargo y yo podré saber cuándo va a llenar nuevamente su vaso porque el
tintineo del hielo contra las paredes del vaso semivacío me hará saber que ya
lo está acabando. Va a ("En confusión, súbitamente, apenas"). Siento
crujir los huesos del sillón de Viena. Apenas se haya afeitado y se haya bañado
lo va a hacer: va a llevar la perezosa al centro del patio de mosaicos, la
perezosa de lona anaranjada, después de ponerse su pijama recién lavado y
planchado y va a fumar un cigarrillo antes de ("vi que estallaba"
"vi" "vi el estallar de un cuerpo y de una" "y de su
" "la explosión" "vi la explosión de un cuerpo y de su
sombra" "En confusión, súbitamente, apenas", "vi la
explosión de un cuerpo y de su sombra") La brasa del cigarrillo, un punto
rojo, va a parecer un ojo único, insomne y sin parpadeos, avivándose a cada
chupada. Y cuando escuche el tintineo del hielo contra las paredes frías del
vaso, voy a saber que ha tomado su primer vermut con amargo y que va a servirse
el segundo.
El tiempo
de cada uno es un hilo delgado, transparente, como los de coser, al que la mano
de Dios le hace un nudo de cuando en cuando y en el que la fluencia parece
detenerse nada más que porque la vertiente pierde linealidad. O como una línea
recta marcada a lápiz con una cruz atravesándola de trecho en trecho, que se
alarga ilusoriamente ante los ojos del que mira porque su visión divide la
línea en los fragmentos comprendidos entre cruz y cruz. Lo de la cruz está
bien, porque cruz significa muerte. Papá y mamá murieron el cuarenta y ocho,
con seis meses de diferencia uno del otro. El peronismo se llevó a papá:
fue algo que no pudo soportar. Y mamá terminó seis meses después que él, porque
siempre lo había seguido. "Después del primer año de casados —me dijo mamá
en su lecho de muerte— nunca tuvo la menor consideración conmigo. Pero, ¿qué
puedo hacer sin él? “Yo estaba con un traje sastre gris, me acuerdo
perfectamente; mamá se incorporó y me agarró de las solapas, y me atrajo hacia
ella; tenía los ojos extraordinariamente abiertos y la cara apergaminada y
llena de arrugas, y eso que no era demasiado vieja. Nunca la había visto así. Y
no era que le tuviese miedo a la muerte. Nunca se lo había tenido. Comenzó a
hacer un esfuerzo terrible, jadeando, pestañeando, estirando los labios
gastados y lisos que se le llenaban de saliva o de baba —no sé qué era— y me di
cuenta de que quería decirme algo. No lo consiguió. Murió aferrada a las
solapas de mi traje sastre gris y -("ahora el silencio teje
cantilenas") Durante todos estos años no hago más que reflexionar sobre lo
que mamá trató de decirme. Tuve que hacer un esfuerzo terrible para arrancar de
mis solapas sus manos aferradas; y estaban tan tensas y blancas que yo podía
notar la blancura feroz de los huesos y de los cartílagos. Cuando doce años
después me cortaron el pecho, yo soñé que arrancaba de mis solapas las manos de
mamá ("más largas" "ahora el silencio teje cantilenas",
"más largas") y que una de sus manos se llevaba mi pecho. Pero no se
lo llevaba para hacerme mal, sino para protegerme de algo. Ese sueño vuelve
casi todas las noches, como si una aguja formara con mi vida, de un modo
mecánico y regular, un tejido con un único punto. Sé que esta noche va a
volver. Voy a despertarme jadeando y sollozando apagadamente en mi cama
solitaria, rodeada de libros polvorientos, cerca de la madrugada, pero después
voy a respirar con alivio. Cada uno conoce secretamente el significado de sus
propios sueños, y sé que si mamá quiere llevarse mi pecho a la tumba, hay algo
bienintencionado en ella, aunque su acto pueda parecer malo —y capaz que lo
sea. No podemos juzgar nuestros actos más que en relación con lo que hemos
esperado de la vida y lo que ella nos ha dado. A mamá y a mí nos dio también
esa mañana —ese nudo, esa cruz— en la que papá se sentó muy temprano a desayunar
con nosotros. Fue al día siguiente de haberse afiliado al partido peronista.
("Ahora el silencio teje cantilenas" "más largas") Papá
estaba sentado en la cabecera y no le dirigíamos la palabra porque nos dábamos
cuenta de que estaba muy nervioso ("que duran más.") No nos hablaba
cuando estaba irritado. Siempre me había llamado la atención la piel de su cara
por lo blanca que la tenía y cómo sin embargo, en la parte alta de las
mejillas, cerca de los pómulos, se le habían ido formando unas redes tenues, complicadas,
de venillas rojas. Papá tomó su segunda taza de café y después se recostó sobre
el respaldar de la silla y empezó a roncar. Eran unos ronquidos silbantes,
secos, recónditos y cavernosos ("que duran más que el cuerpo" "y
que la sombra" "que duran más que el cuerpo y que la sombra").
Primero vi la mosca recorriendo la red de venillas rojas sobre la mejilla
derecha, como una señal negra desplazándose por una red ferroviaria dibujada en
líneas rojas en un mapa proyectado en una pared transparente. Pero no empecé a
murmurar "Mamá. Mamá" —sin desviar ni un momento la mirada del rostro
de papá— hasta que no vi cómo la mosca comenzaba a bajar, con la misma
facilidad con que podría haberlo hecho sobre una piedra, desde el pómulo hasta
la comisura de los labios, y después entraba en la boca. No parecía haber
entrado en la boca de papá, haber estado recorriendo el cuerpo de papá, sino
nada más que una reproducción en piedra de él, porque ya ni siquiera
roncaba.
Ahora Leopoldo vuelve a cambiar la navaja de mano y sigue rasurándose. Cuando se inclina hacia el espejo para verse mejor el perfil de su sombra desaparece, cortado rectamente por el marco de madera de la puerta, y sobre el vidrio se ve reflejo difuso —como unas escaras de luz dispuestas de un modo concéntrico, puntillista— de la luz eléctrica. Me balanceo suavemente en el sillón de Viena. Doy vuelta la cabeza y veo cómo la luz gris penetra en la habitación a través de las cortinas verdes, empalideciendo todavía más. Los sillones vacíos saben estar ocupados a veces —pero eso no es más que recuerdo. Con levantarme y llegar al patio y alzar la cabeza, podría ver un fragmento de cielo, vaciándose en el hueco que dejan las paredes de musgo, agrisadas. Saliendo a la puerta miraría la calle vacía, sin árboles, llena de casas de una planta, enfrentándose en dos hileras rectas y regulares a través de la vereda de baldosas grises y de la calle empedrada. De noche, en las proximidades de la luz de la esquina se ve relucir opacamente el empedrado. Los insectos revolotean alrededor de la luz, ciegos y torpes, chocan contra la pantalla metálica con un estallido, y después se arrastran por el adoquín con las alas rotas. Puede vérselos de mañana aplastados contra las piedras grises por las ruedas de los automóviles. De noche sé escuchar su murmullo. Y cuando había árboles en la cuadra, a esta hora empezaba el estridor monótono de las cigarras. Comenzaban separadamente, la primera muy temprano, a eso de las cinco, y en seguida empezaba a oírse otra, y después otra y otra, como si hubiese habido un millón cantando al unísono. Yo no lo podía soportar. El haber cedido y venirme a vivir con ellos ya me resultaba insoportable. Tenía miedo, siempre, de abrir una puerta, cualquiera, la del cuarto de baño, la del dormitorio, la de la cocina, y verlo aparecer a él con eso a la vista, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí desde un matorral de pelo oscuro. Nunca he podido mirarlo de la cintura para abajo, desde aquella vez. Pero lo de las cigarras ya era verdaderamente terrible. Así que me vestía y salía sola, al anochecer; a ellos les decía que me faltaba el aire. Primero recorría el parque del Sur, con su lago inmóvil, de aguas pútridas, sobre el que se reflejaban las luces sucias del parque; atravesaba los caminos irregulares y después me dirigía hacia el centro por San Martín, penetrando cada vez más la zona iluminada; de allí iba a dar una vuelta por la estación de ómnibus y después recorría el parque de juegos que se extendía frente a ella antes de que construyeran el edificio del Correo; iba hasta el palomar, un cilindro de tejido de alambre, con su cúpula roja terminada en punta, y escuchaba durante un largo rato el aleteo tenso de las palomas. Nunca me atreví a caminar sola por la avenida del puerto para cortar camino y llegar a pie al puente colgante. Al puente llegaba en ómnibus o en tranvía. Me bajaba de la parada del tranvía y caminaba las dos cuadras cortas hacia el puente, percibiendo contra mi cuerpo y contra mi cara la brisa fría del río. Me gustaba mirar el agua, que a veces pasa rápida, turbulenta y oscura, pero emite un relente frío y un olor salvaje, inolvidable, y es siempre mejor que un millón de cigarras ocultas entre los árboles y - ("Ah") Volvía después de las once, con los pies deshechos; y mientras me aproximaba a mi casa, caminando lentamente, haciendo sonar mis tacos en las veredas, prestaba atención tratando de escuchar si oía algún rumor proveniente de aquellos árboles porque ("Ah si un cuerpo nos diese" "Ah si un cuerpo nos diese" "aunque no dure" "una señal" "cualquier señal" "de sentido" "oscuro" "oscura" "Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure" "una señal" "cualquier señal oscura" "Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure" "cualquier señal oscura de sentido" "Veo una sombra sobre un vidrio. Veo" "algo que amé hecho sombra y proyectado" "sobre la transparencia del deseo" "como sobre un cristal esmerilado" "En confusión, súbitamente, apenas", "vi la explosión de un cuerpo y de su sombra" "Ahora el silencio teje cantilenas" "que duran más que el cuerpo y que la sombra" "Ah si un cuerpo nos diese, aunque no dure" "cualquier señal oscura de sentido") Si podían oírse, entonces, me volvía y caminaba sin ninguna dirección, cuadras y cuadras, hasta la madrugada. Porque estar sentada en el patio, o echada en la cama entre los libros polvorientos, oyendo el estridor unánime de ese millón de cigarras, era algo insoportable, que me llenaba de terror.
Ahora Leopoldo vuelve a cambiar la navaja de mano y sigue rasurándose. Cuando se inclina hacia el espejo para verse mejor el perfil de su sombra desaparece, cortado rectamente por el marco de madera de la puerta, y sobre el vidrio se ve reflejo difuso —como unas escaras de luz dispuestas de un modo concéntrico, puntillista— de la luz eléctrica. Me balanceo suavemente en el sillón de Viena. Doy vuelta la cabeza y veo cómo la luz gris penetra en la habitación a través de las cortinas verdes, empalideciendo todavía más. Los sillones vacíos saben estar ocupados a veces —pero eso no es más que recuerdo. Con levantarme y llegar al patio y alzar la cabeza, podría ver un fragmento de cielo, vaciándose en el hueco que dejan las paredes de musgo, agrisadas. Saliendo a la puerta miraría la calle vacía, sin árboles, llena de casas de una planta, enfrentándose en dos hileras rectas y regulares a través de la vereda de baldosas grises y de la calle empedrada. De noche, en las proximidades de la luz de la esquina se ve relucir opacamente el empedrado. Los insectos revolotean alrededor de la luz, ciegos y torpes, chocan contra la pantalla metálica con un estallido, y después se arrastran por el adoquín con las alas rotas. Puede vérselos de mañana aplastados contra las piedras grises por las ruedas de los automóviles. De noche sé escuchar su murmullo. Y cuando había árboles en la cuadra, a esta hora empezaba el estridor monótono de las cigarras. Comenzaban separadamente, la primera muy temprano, a eso de las cinco, y en seguida empezaba a oírse otra, y después otra y otra, como si hubiese habido un millón cantando al unísono. Yo no lo podía soportar. El haber cedido y venirme a vivir con ellos ya me resultaba insoportable. Tenía miedo, siempre, de abrir una puerta, cualquiera, la del cuarto de baño, la del dormitorio, la de la cocina, y verlo aparecer a él con eso a la vista, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí desde un matorral de pelo oscuro. Nunca he podido mirarlo de la cintura para abajo, desde aquella vez. Pero lo de las cigarras ya era verdaderamente terrible. Así que me vestía y salía sola, al anochecer; a ellos les decía que me faltaba el aire. Primero recorría el parque del Sur, con su lago inmóvil, de aguas pútridas, sobre el que se reflejaban las luces sucias del parque; atravesaba los caminos irregulares y después me dirigía hacia el centro por San Martín, penetrando cada vez más la zona iluminada; de allí iba a dar una vuelta por la estación de ómnibus y después recorría el parque de juegos que se extendía frente a ella antes de que construyeran el edificio del Correo; iba hasta el palomar, un cilindro de tejido de alambre, con su cúpula roja terminada en punta, y escuchaba durante un largo rato el aleteo tenso de las palomas. Nunca me atreví a caminar sola por la avenida del puerto para cortar camino y llegar a pie al puente colgante. Al puente llegaba en ómnibus o en tranvía. Me bajaba de la parada del tranvía y caminaba las dos cuadras cortas hacia el puente, percibiendo contra mi cuerpo y contra mi cara la brisa fría del río. Me gustaba mirar el agua, que a veces pasa rápida, turbulenta y oscura, pero emite un relente frío y un olor salvaje, inolvidable, y es siempre mejor que un millón de cigarras ocultas entre los árboles y - ("Ah") Volvía después de las once, con los pies deshechos; y mientras me aproximaba a mi casa, caminando lentamente, haciendo sonar mis tacos en las veredas, prestaba atención tratando de escuchar si oía algún rumor proveniente de aquellos árboles porque ("Ah si un cuerpo nos diese" "Ah si un cuerpo nos diese" "aunque no dure" "una señal" "cualquier señal" "de sentido" "oscuro" "oscura" "Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure" "una señal" "cualquier señal oscura" "Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure" "cualquier señal oscura de sentido" "Veo una sombra sobre un vidrio. Veo" "algo que amé hecho sombra y proyectado" "sobre la transparencia del deseo" "como sobre un cristal esmerilado" "En confusión, súbitamente, apenas", "vi la explosión de un cuerpo y de su sombra" "Ahora el silencio teje cantilenas" "que duran más que el cuerpo y que la sombra" "Ah si un cuerpo nos diese, aunque no dure" "cualquier señal oscura de sentido") Si podían oírse, entonces, me volvía y caminaba sin ninguna dirección, cuadras y cuadras, hasta la madrugada. Porque estar sentada en el patio, o echada en la cama entre los libros polvorientos, oyendo el estridor unánime de ese millón de cigarras, era algo insoportable, que me llenaba de terror.
Ahora la
sombra sobre el vidrio esmerilado me dice que Leopoldo ha terminado de
afeitarse, porque ya no tiene la navaja en las manos y se pasa el dorso de las
manos suavemente por las mejillas ("como un olor" "salvaje"
"como un olor salvaje") Había migas, restos de comida, manchas de
vino tinto sobre el mantel cuadriculado rojo y blanco. Era un salón largo, y el
sonido polítono de las voces se filtraba por mis tímpanos adormecidos, atentos
únicamente a las fluctuaciones hondas de mí misma, parecidas a voces. Me he
estado oyendo a mí misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin
saber siquiera si eso era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un
rumor constante, sordo, monótono, resonando apagadamente por debajo de las
voces audibles y comprensibles que no son más que recuerdo, ("que
perdure") sombras. Él me daba frecuentemente la espalda, mientras hablaba
a los gritos con el resto de los invitados. Parecía reinar sobre el mundo.
Yo lo hubiese llevado conmigo esa noche, me habría desvestido delante de él y
agarrándolo del pelo le hubiese inclinado la cabeza y lo hubiese obligado a mirar
fijamente la cicatriz, la gran cicatriz blanca y llena de ramificaciones, la
marca de los viejos suplicios que fueron carcomiendo lentamente mi seno, para
que él supiese. Porque así como cuando lloramos hacemos de nuestro dolor que no
es físico, algo físico, y lo convertimos en pasado cuando dejamos de llorar,
del mismo modo nuestras cicatrices nos tienen continuamente al tanto de lo que
hemos sufrido. Pero no como recuerdo, sino más bien como signo. Y él no paraba
de hablar. "¿De veras, Adelina? ¿No le parece, Adelina? ¿Qué cómo me
siento? ¡Cómo quiere que me sienta! Harto de todo el mundo, lógicamente. No,
por supuesto, Dios no existe. Si Dios existiera, la vida no sería más que una
broma pesada, como dice siempre Horacio Barco. Somos dos generaciones diferentes,
Adelina. Pero yo la respeto a usted. Me importa un rábano lo que digan los
demás y sé que a la generación del cuarenta más vale perderla que encontrarla,
pero hay un par de poemas suyos que funcionan a las mil maravillas. Dirán que
los dioses los han escrito por usted, y todo eso, sabe, pero a mí me importa un
rábano. Hágame caso, Adelina: fornique más, aunque en eso vaya contra las
normas de toda una generación." Era una noche de pleno ("contra las
diligencias"). Era una noche de pleno invierno. Los ventanales del
restaurante estaban empañados por el vaho de la helada. Y cuando nos separamos
en la calle la niebla envolvía la ciudad; parecía vapor, y a la luz de los
focos de las esquinas parecía un polvo blanco y húmedo, una miríada de
partículas blancas girando en lenta rotación. Apenas nos separábamos unos
metros los contornos de nuestras figuras se desvanecían, carcomidos por esa
niebla helada. Me acompañaron hasta la parada de taxis y Tomatis se inclinó
hacia mí antes de cerrar de un golpe la portezuela: "La casualidad no
existe, Adelina", me dijo. "Usted es la única artífice de sus sonetos
y de sus mutilaciones." Después se perdió en la niebla, como si no hubiese
existido nunca. Lo que desaparece de este mundo, ya no falta. Puede faltar
dentro de él, pero no estando ya fuera. Existen los sonetos, pero no las
mutilaciones: hay únicamente corredores vacíos, que no se han recorrido nunca,
con una puerta de acceso que el viento sacude con lentitud y hace golpear
suavemente contra la madera dura del marco; o desiertos interminables y
amarillos como la superficie del sol, que los ojos no pueden tolerar; o la
hojarasca del último otoño pudriéndose de un modo inaudible bajo una gruta de
helechos fríos, o papeles, o el tintineo mortal del hielo golpeando contra las
paredes de un vaso con un resto aguado de amargo y vermut; pero no las
mutilaciones. Las cicatrices sí, pero no las mutilaciones. El taxi atravesaba
la niebla, reluciente y húmedo, y en su interior cálido el chofer y yo
parecíamos los únicos cuerpos vivos entre las sólidas estructuras de piedra que
la niebla apenas si dejaba entrever, ("las formaciones" "contra
las diligencias" "contra las formaciones") Afuera no había más
que niebla; pero yo vi tantas cosas en ella, que ahora no puedo recordar más que
unas pocas: unos sauces inclinados sobre el agua, proyectando una sombra
transparente; unas manos aferradas —los huesos y los cartílagos blanquísimos— a
las solapas de mi traje sastre; una mosca entrando a una boca abierta y dura,
como de mármol; algunas palabras leídas mil veces, sin acabar nunca de
entenderlas; un millón de cigarras cantando monótonamente y al unísono
("del olvido"), en el interior de mi cráneo; una cosa horrible, llena
de venas y nervios, apuntando hacia mí, balanceándose pesadamente desde un
matorral de pelo oscuro; una imagen borrosa, impresa en papel de diario, hecha
mil pedazos y arrojada al viento por una mano enloquecida. Todo eso era visible
en las paredes mojadas por la niebla, mientras el taxi atravesaba la ciudad. Y
era lo único visible.
En este
momento ("Y que por ese olor") En este momento Susana debe estar
bajando lentamente, con cuidado, las escaleras de mármol blanco de la casa de
médico. Puedo verla en la calle ("y que por ese olor reconozcamos"),
en el crepúsculo gris, parada en medio de la vereda, tratando de orientarse
("el solar en el que" "dónde debemos edificar" "el
lugar donde levantemos' "cuál debe ser el sitio"). Está con su
vestido azul, que tiene costuras blancas, semejantes a hilvanes, alrededor de
los grandes bolsillos cuadrados y en los bordes de las solapas. Sus ojos
marrones, achicados por las formaciones adiposas de la cara, como dos pasas de
uvas incrustadas en una bola de masa cruda, se mueven inquietos y perplejos
detrás de los anteojos. Está tratando de saber dónde queda exactamente la
parada de colectivos. Leopoldo pasa ahora a la bañadera. Lo hace de un modo
dificultoso, ya que advierto que su sombra se bambolea y se mueve con lentitud.
Trata de no resbalar ("de la casa humana") Ahora Susana descubre por
fin cuál es la dirección conveniente y comienza a caminar con dificultad,
debido a sus dolores reumáticos. Aparece envuelta en la luz del atardecer: la
misma luz gris que penetra ahora a través de las cortinas verdes y se condensa
en mi batón gris y a mi alrededor, como una masa tenue que resplandece opaca y
se adelanta y retrocede rígidamente adherida a mí mientras me hamaco en el
sillón de Viena. Atraviesa las calles de la ciudad, pesada y compacta. Puedo
escuchar el rumor inaudible de su desplazamiento. Las calles están llenas de
gente, de coches y de colectivos. El rumor de la ciudad se mezcla, se unifica y
después se eleva hacia el cielo gris, disipándose, ("el lugar de la casa
humana" "cuál es el lugar de la casa humana" "cuál es el
sitio de la casa humana") Ahora la escalera en la casa del médico está
vacía. La vereda delante de la casa del médico está vacía. Susana extiende el
brazo delante del colectivo número dieciséis, que se detiene con el motor en
marcha. Susana sube dificultosamente. Alguien la ayuda. Susana siente
("como reconocemos por los") en la cara el calor que asciende desde
el motor del colectivo. Se tambalea cuando el colectivo arranca. Le ceden el
asiento y ella se sienta con dificultad, agarrándose del pasamanos, sacudiéndose
a cada sacudida del colectivo, tambaleándose, resoplando, murmurando
distraídamente "Gracias", sin saber exactamente a quien ("por
los ramos") Estaba verdaderamente ("por los ramos" "de luz
solar") hermosa esa tarde, alrededor de las cinco, cuando Leopoldo se levantó
de un salto, volviéndose hacia mí con el traje de baño a la altura de las
rodillas —la cosa, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí—, dejando ver
al saltar las partes de Susana que no se habían tostado al sol. No era la
blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una blancura que deslumbraba. Pero no
piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en nada. Mira la ciudad gris —un
gris ceniciento, pútrido— que se desplaza hacia atrás mientras el colectivo
avanza hacia aquí. Leopoldo abre la ducha y comienza a enjabonarse. Todos sus
movimientos son lentos, como si estuviera tratando de aprenderlos ("de luz
solar la piel de la mañana") Como si estuviera tratando de aprenderlos y
grabárselos. Se refriega con duros movimientos el pecho, los brazos, el vientre,
y ahora sus dos manos se encuentran debajo del vientre y comienzan a refregar
con minucia; eso es lo que me dice su sombra reflejándose sobre los vidrios
esmerilados de la puerta del cuarto de baño. Mis huesos crujen como la madera
del sillón, pulida y gastada por el tiempo, mientras me inclino hacia adelante
y vuelvo hacia atrás, hamacándome lentamente, rodeada por la luz gris del
atardecer que se condensa alrededor de mi cabeza como el resplandor de una
llama ya muerta. ("Y que por ese olor reconozcamos" "cuál es el
sitio de la casa humana" "como reconocemos por los ramos"
"de luz solar la piel de la mañana").
ENVIO
Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que odiaba la vida. Odiamos la vida porque no puede vivirse. Y queremos vivir porque sabemos que vamos a morir. Pero lo que tiene un núcleo sólido —piedra, o hueso, algo compacto y tejido apretadamente, que pueda pulirse y modificarse con un ritmo diferente al ritmo de lo que pertenece a la muerte— no puede morir. La voz que escuchamos sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz, y no hay más que eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas, y de los soles y de los planetas. Me parece muy justo que mamá odiara la vida. Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de hacerme una advertencia sino de pedirme una refutación.
ENVIO
Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que odiaba la vida. Odiamos la vida porque no puede vivirse. Y queremos vivir porque sabemos que vamos a morir. Pero lo que tiene un núcleo sólido —piedra, o hueso, algo compacto y tejido apretadamente, que pueda pulirse y modificarse con un ritmo diferente al ritmo de lo que pertenece a la muerte— no puede morir. La voz que escuchamos sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz, y no hay más que eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas, y de los soles y de los planetas. Me parece muy justo que mamá odiara la vida. Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de hacerme una advertencia sino de pedirme una refutación.
Juan José Saer (Argentina, Santa Fe, Serodino, 1937 - París, 2005)
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