Mucho se ha especulado acerca de si en este cuento en particular, Poe se retrata a sí mismo mediante el tenebroso juego de la doble personalidad.
En efecto, quienes opinan de tal manera, señalan que Edgar Allan Poe está encarnado tanto en Ruderico Usher como en su apreciado amigo. El primero simbolizaría al Poe aterrorizado en sus temerarias pesadillas del opio y sus desvaríos alcoholicos, y el amigo de Usher representaría al Poe que desesperadamente lucha por mantenerse vivo no obstante la pesadumbre que le rodea.
Bajo este psicoanalítico análisis, la casa representaría el entorno en el que Edgar Allan Poe transcurrió su vida desde el año de 1825 cuando contrajo nupcias con Virginia Clemm, una chiquilla de tan sólo trece años de edad. Por supuesto que lady Madelina, la hermana gemela de Rudorico, simbolizaría a su esposa, o mejor dicho: al concepto que Poe tenía de su esposa, visualizándola como una hermana.
La caída de la casa
Usher
Edgard Allan Poe
Son coeur est un
luth suspendu;
Sitôt qu' on le touche, il résonne.
-De Béranger
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las
nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región
singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la
noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue,
pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un
sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba
ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales
recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo
terrible. Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje
del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y
siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte
depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar
del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible
descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del
corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación
podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-,
qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher?
Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se
congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en
la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda,
combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de
afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones
que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple
disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del
cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión
dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la
escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo
tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor
que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los
espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En
esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su
propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia;
pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin
embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país -una
carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra
respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa.
El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le
oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su
único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi
compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más,
este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en
consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento
singularísimo.
Aunque de muchachos
habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se
había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su
antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una
peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en
numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en
repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, así como en una
apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y
fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía también el hecho
notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había
producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la
familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con
insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia,
pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la
propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la
posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber
ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la
consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el
nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de
fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa
Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la
familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo
efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar en el estanque- había
ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del
rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por qué no he de darle este
nombre?- servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé
de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el
terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los
ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una
extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para
mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación
estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y
el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una
atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles
marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor
pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de
cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una
excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo.
Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero
en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con
ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y
parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las
partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente
integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna
cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de
este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad.
Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura
apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el
frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías
aguas del estanque.
Mientras observaba
estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que
aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado
de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a través de varios
pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que
encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos
de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de
los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los
pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran
cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia,
mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban
por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en
mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de
su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado
abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La
habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas,
estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que
resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz
carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para
diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo,
luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los
huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las
paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado.
Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar
ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un
aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher
se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con
calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad
excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a
su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante
unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de
compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había
cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A
duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante
mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro
había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos,
incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de
una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero
de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón,
finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de
energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos
rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía
difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de
esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que
dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel,
el brillo milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y
aun me aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como
en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del
rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada
apariencia con idea alguna de simple humanidad.
En
las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y
pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de
vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir
verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta
que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones
deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran
alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula
(cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de
concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa
pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede
observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los
periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y
del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él
consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y
familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa,
añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una
multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me
interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los
términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida
de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir
sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran
opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos
peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo
sometido a una suerte anormal de terror. "Moriré -dijo-, tengo que morir
de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los
sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco
pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre
esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea por su efecto
absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable condición, siento
que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar vida y razón a un
tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo."
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y
ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por
ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de
donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones
relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos
demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades
de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su
espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto
físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual
éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen
más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo
afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima
de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su
último y solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura
que nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el
último de la antigua raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que
así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar
mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de
temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación
de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban.
Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y
ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre
las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se
extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban
apasionadas lágrimas.
La
enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus
médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y
frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico
eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la
carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi
llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con
inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve
visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí,
que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En
los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante
este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de
mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las
extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una
intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito
de su alma, iba advirtiendo con amargura la sutileza de todo intento de alegrar
un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba
sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una incesante
irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé
a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de
dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los
cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza,
arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados
cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo
dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del
extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su
laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me
causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa;
de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil
mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los
límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la
desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un
mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las
circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que
el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable
espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las
fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba
con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada,
aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro
representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular,
con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos
elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación
se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba
ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o
cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el
espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor
inadecuado y espectral.
He
hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al
paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de
cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la
guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de
sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad
de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras
de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con
improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso
recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables
sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente
las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más
fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido
creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de
que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él
tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:
En el más verde de
los valles
que habitan ángeles
benéficos,
erguíase un palacio
lleno
de majestad y
hermosura.
¡Dominio del rey
Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín
batió sus alas
sobre cosa tan bella.
Amarillos pendones,
sobre el techo
flotaban, áureos y
gloriosos
(todo eso fue hace
mucho,
en los más viejos
tiempos);
y con la brisa que
jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se
expandía
una fragancia alada.
Y los que erraban en
el valle,
por dos ventanas
luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de
laúdes,
en torno al trono
donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida
pompa,
sentábase el señor
del reino.
Y de rubíes y de
perlas
era la puerta del
palacio,
de donde como un río
fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil
tarea:
la de cantar con
altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
Mas criaturas
malignas invadieron,
vestidas de tristeza,
aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto!
¡Nunca más
nacerá otra
alborada!)
Y en torno del
palacio, la hermosura
que antaño florecía
entre rubores,
es sólo una olvidada
historia
sepulta en viejos
tiempos.
Y los viajeros, desde
el valle,
por las ventanas
ahora rojas,
ven vastas formas que
se mueven
en fantasmales
discordancias,
mientras, cual
espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda
multitud que ríe...
pues la sonrisa ha
muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a
una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que
menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para
explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la
sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la
idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones,
el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o
el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba
(como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados.
Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el
método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas,
así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles
circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden
y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia
de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la
gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y
a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas
importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos
de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era.
Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de
la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en
estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales
como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor,
de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje
subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert
Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia
azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro
libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium
Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de
Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales
Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura
cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una
iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de
pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el
hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había
dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince
días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del
edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta
no me dejó en libertad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión
(así me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta,
ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la
remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando
evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera
el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré
una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A
pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura
temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de
descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las
antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad
para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz;
estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi
dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el
siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de
pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el
interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban
cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una
protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un
chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella
región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta
del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano
y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá
mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y
él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi
inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta,
porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la
tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las
enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil
rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan
terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y,
asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos
apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y
entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio
visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras
habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes.
Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La
palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más
espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El
tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el
colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en
verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin
descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras
veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables
divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en
actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No
es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi
alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias
de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al
retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que
Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de
manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba
a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad
que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía,
era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la
habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de
una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre
los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero
mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo
gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo,
el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando,
me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa
oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó
una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en
las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por
un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí
aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de
la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la
habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera
contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante
después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su
semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había
en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida
en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad
que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su
alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo
esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y
la abrió de par en par a la tormenta.
La
ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del
suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa,
extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino
desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos
cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan
bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la
viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con
otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía
advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las
estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies
inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos
terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una
exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre
la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome, mientras con
suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-.
Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada
extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque.
Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí
tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos
juntos esta noche terrible.
El
antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot
Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que
en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera
interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único
libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que
en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia
de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la
exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad,
por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las
palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa
parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después
de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita,
procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator
son las siguientes:
"Y Ethelred, que
era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder
del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita,
quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia
sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente
su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su
mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó
todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y
lo llenó de alarma."
Al
terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció
(aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me
pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a
mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado
y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había
descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo
mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los
mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo
nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el
relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y
sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio,
un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en
guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un
escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí,
conquistador será;
Quien mate al dragón,
el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó
a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y
además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las
manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta
entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de
violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había
escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección
procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente
lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación
atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el
novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria
coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban
el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia
de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi
compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión,
aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña
alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar
gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la
habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus
labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída
sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos,
fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo
contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo
suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto,
proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del
dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el
cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento
del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no
esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con
grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente
un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un
pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante,
aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie
de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me
precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante
y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su
hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana
tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado,
ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy
cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo...
muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía...
¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a
hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos?
Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd.
Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y
ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de
muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd
al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas
dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde
huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he
oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su
corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó
estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE
DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un
sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron
lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la
violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y
amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y
huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento
permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento
sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en
su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores
que había anticipado.
De aquel aposento, de
aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando
me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz
extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la
vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de
la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella
fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta
la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un
furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto
ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y
hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el
profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos
de la Casa Usher.
FIN
Interesante video para Trabajar la Trasposición de géneros
1 comentarios:
La verdad piola la info pero... el video q mal q no se pueda ver... no importa buscare otra pagina q tenga un video q si se vea... SORRY
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