"Ficciones" es quizás el libro más famoso de Jorge Luis Borges, y -según nuestro criterio- una obra imprescindible de la literatura contemporánea.
"Tres versiones..." es uno de los dieciséis cuentos que la componen.
Laberíntico... y perfecto.
Tres versiones de Judas
(Artificios, 1944; Ficciones, 1944)
(Artificios, 1944; Ficciones, 1944)
There seemed a certainity in degradation.
T. E. Lawrence: Seven Pillars of Wisdom, ciii
T. E. Lawrence: Seven Pillars of Wisdom, ciii
EN EL ASIA
Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando Basílides
publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de ángeles
deficientes, Niels Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión intelectual,
uno de los coventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal vez, un
sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas menores,
entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de sus prédicas, exonerado de
injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses o habría
perecido cuando el incendio de una biblioteca monástica devoró el último
ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo veinte y la ciudad
universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och
Judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Frälsaren. (Del último hay
versión alemana, ejecutada en 1912 por Emili Schering; se llama Der heimliche
Heiland.)
Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que
Nils Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente
religioso. En un cenáculo de París o aun en Buenos Aires, un literato podría
muy bien redescubrir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un
cenáculo, serían ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la
blasfemia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio central de
la teología; fueron materia de meditación y análisis, de controversia histórica
y filológica, de soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron
su vida. Quienes recorran este artículo, deben asimismo considerar que no
registra sino las conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas.
Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las “pruebas”. ¿Quién
se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le
importa?
La primera
edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido, años
después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: No una cosa, todas
las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas (De Quincey,
1857). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que Judas entregó a
Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta
rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole
metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de Judas.
Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que diariamente
predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de
hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió.
Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos tolerable es admitir
un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo.
Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su
lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo,
cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la
historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder
a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los
hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas,
único entre los apóstoles intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito
de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo,
podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped
del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior;
las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel
son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a
Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para
merecer aun más la Reprobación. Así dilucidó Nils Runeberg el enigma de Judas.
Los teólogos
de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo acusó de ignorar,
o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de renovar la herejía de
los docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de
contradecir el tercer versículo del capítulo 22 del Evangelio de San Lucas.
Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente
reescribió el reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus
adversarios el terreno teológico y propuso oblicuas razones de orden moral.
Admitió que Jesús, «que disponía de los considerables recursos que la
Omnipotencia puede ofrecer», no necesitaba de un hombre para redimir a todos
los hombres. Rebatió, luego, a quienes afirman que nada sabemos del
inexplicable traidor; sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los
elegidos para anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para
limpiar leprosos, para resucitar muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10:
7 8; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha distinguido así el Redentor merece de
nosotros la mejor interpretación de sus actos. Imputar su crimen a la codicia
(como lo han hecho algunos, alegando a Juan 12: 6) es resignarse al móvil más
torpe. Nils Runeberg propone el móvil contrario: un hiperbólico y hasta
ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica
la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció al honor, al bien, a
la paz, al reino de los cielos, como otros, menos heroicamente, al placer.[1]
Premeditó con lucidez terrible sus culpas. En el adulterio suelen participar la
ternura y la abnegación; en el homicidio, el coraje; en las profanaciones y la
blasfemia, cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas culpas no visitadas
por ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la delación. Obró con
gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: El que se
gloria, gloríese en el Señor (I Corintios 1: 31); Judas buscó el Infierno,
porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es
un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres.[2]
Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos
de Runeberg está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera
perversión o exasperación de Kristus och Judas. A fines de 1907, Runeberg
terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo
entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo
(tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este
pérfido epígrafe: En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo no
lo conoció (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la
conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre
para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el
sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo
que padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.[3] Afirmar
que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los
atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite
que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe
admitir que pudo pecar y perderse. El famoso texto Brotará como raíz de tierra
sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de
los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos (Isaías 53: 2 3), es
para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para
algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura
que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no
de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad,
del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre
hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los
destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o
Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.
En
vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los
incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico;
los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una
casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que
se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era
llegada la hora: Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones
divinas; recordó a Elías y a Moisés, ,que en la montaña se taparon la cara para
no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya
gloria llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de
Damasco; al rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso
hechicero Juan de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los
Midrashim, que abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el
Secreto Nombre de Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No
sería ésa la blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12:
31)? Valerio Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué
infinito castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible
nombre de Dios?
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por
las calles de Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de
compartir con el Redentor el Infierno.
Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los
heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía
agotado, las complejidades del mal y del infortunio.
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